Me gusta esta fiesta en la que el Reino de Dios es el centro. Jesús reina sobre mí, sobre la tierra, en el cielo: «Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y así Dios lo será todo para todos» [1]. Un Reino al final del camino en el que Dios será todo en todos. ¿Es eso posible? Para Dios nada hay imposible.
Me pongo en manos de Dios para que reine en mí: ¡Cuánto me cuesta! A menudo, no quiero que reine Dios, porque quiero reinar yo. El poder, el bendito poder. La posibilidad de mandar, que otros hagan lo que yo quiero, se adapten a mis planes y me sirvan. Así es cómo me han inculcado el valor de la palabra reinar. El que reina manda, decide, gobierna, tiene influencia, es respetado, admirado, seguido. Es así el concepto de poder que me han transmitido por años. Ese reinado es el que imagino cuando pienso en un rey. Pero Jesús no es así.