Me gusta esta fiesta en la que el Reino de Dios es el centro. Jesús reina sobre mí, sobre la tierra, en el cielo: «Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y así Dios lo será todo para todos» [1]. Un Reino al final del camino en el que Dios será todo en todos. ¿Es eso posible? Para Dios nada hay imposible. Me pongo en manos de Dios para que reine en mí: ¡Cuánto me cuesta! A menudo, no quiero que reine Dios, porque quiero reinar yo. El poder, el bendito poder. La posibilidad de mandar, que otros hagan lo que yo quiero, se adapten a mis planes y me sirvan. Así es cómo me han inculcado el valor de la palabra reinar. El que reina manda, decide, gobierna, tiene influencia, es respetado, admirado, seguido. Es así el concepto de poder que me han transmitido por años. Ese reinado es el que imagino cuando pienso en un rey. Pero Jesús no es así.

Jesús me desconcierta

Su forma de reinar me desconcierta en esta fiesta. Su trono es la cruz, su corona es de espinas, su ejército son ángeles, su poder es el amor. No celebro hoy el poder de Jesús, sino su impotencia manifestada a lo largo de su vida terrena. Leía el otro día: «Jesús viene de Dios, no con poder y gloria, sino como un cordero indefenso e inerme. Nunca se impondrá por la fuerza, a nadie forzará a creer en Él. Un día será sacrificado en una cruz. Los que quieran seguirle lo habrán de acoger libremente» [2]. Su poder se convierte en servicio. Su omnipotencia pasa a ser una triste impotencia. Su gobierno es una entrega de esclavo, un servicio que le lleva a la muerte y a ser el último de todos. Un poder centrado en el amor, el que más ama es el que más sirve, el que más reina. Todo tan lejos de mis imágenes guardadas en el alma. Esas imágenes de reyes poderosos. Me he quedado en ese juego de tronos en el que gana el más fuerte que somete a todos. El rey más poderoso, el que tiene más influencia…

Cuando tenemos el poder en nuestras manos, ¿cómo actuamos?

Hoy se habla mucho del abuso de poder. El poder que me han dado, el poder que han puesto en mis manos. Siempre recuerdo una frase que escuché hace mucho: «Dale poder a un hombre y sabrás cómo es». Cierto. Cuando tengo poder, cuando puedo mandar, sale lo mejor y lo peor de mi alma. Podré hacer de mi poder un servicio a las personas que se me confían o podré servirme de mi posición, de mi rango, de mi estatus para oprimir al débil, para aprovecharme del vulnerable. Saldrá lo mejor o lo peor de mí, depende de cómo lo haya entendido. Hay personas que viven amargadas porque nunca tienen tanto poder como el que querrían. Hay otras que odian tener poder y prefieren ocupar cargos inferiores y no asumir la responsabilidad del poder. Aprender a mandar es un arte, una responsabilidad. Aprender a servir es un camino de santidad. Usar bien mi poder cuando me pongo a servir es la forma. No esperar que me escuchen, que me obedezcan, que me tomen en cuenta, que hagan lo que yo deseo, que obedezcan mis órdenes. Es tan básico el corazón humano, tan simple. Necesito que me escuchen y me sigan – el poder de la influencia. Cuando no me valoran, cuando no me buscan, cuando no me respetan, siento que mi vida no vale. Se me olvida que el verdadero poder es el que tiene mi amor. En mi amor está una fuerza oculta que lo supera todo. El verdadero reinado es el del amor, un amor que sirve, que enaltece al amado, que lo busca y lo coloca en el centro de todo. Cuando busco la felicidad de aquel al que sirvo, todo cambia. No me busco a mí, no estoy yo en el centro.

Reinar es sinónimo de servir

Los poderosos de la tierra parecen ser los que mandan. Los que tienen dinero y posición respetable. Desde pequeño me han dicho que tengo que buscar esos lugares para influir, para cambiar este mundo. Sólo desde esos lugares importantes parece que podré hacer algo. Todo es vanidad, todo pasa, de poco sirve. El poder de Jesús, su reino, se jugó en esa hora de dolor, en esa noche oscura en el calabozo, en esos gritos que condenaban a quien los había amado. Y ellos respondieron con odio al amante. La verdad sólo será conocida en el cielo. Mientras tanto yo sólo tengo que ponerme a servir. No pretender que acepten todo lo que hago y digo. Que respeten mis cargos de poder. Que valoren mi servicio generoso. Eso no está en mi mano. Lo que sí puedo hacer es servir desde mi posición. Desde el respeto que otros me tienen, inicio un camino de servicio a los hombres. No quiero aprovecharme de mi poder. No pretendo beneficiar a los míos. No quiero que mi opinión siempre sea respetada y seguida. El Reino de Jesús es el de la pobreza, el de la humildad, el de la pequeñez y el abandono. El poder de Jesús se manifiesta en su muerte en la cruz. En ese amor solitario que se entrega en manos de su Padre. Así es el verdadero reino al que me llama.   *P. Carlos Padilla Esteban, extracto de la homilía de 22 noviembre 2020. Para leer el texto completo, en español, haga clic aquí.   [1] 1 Corintios 15,25-26.28 [2] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús.