La noticia de que Rusia ha atacado a Ucrania ha afectado profundamente a muchos de nosotros. Tenemos que experimentar que el orden de paz en Europa ha sido sacudido hasta sus cimientos. Esta guerra no debe considerarse de forma aislada, sino en el contexto de otros acontecimientos recientes: la pandemia, las catástrofes naturales cada vez más violentas, el debate masivo sobre la imagen futura del hombre y sobre las formas de relación humana en la Iglesia y la sociedad. No solo tambalea una de las piedras angulares de nuestra convivencia humana, sino que todo el edificio de la comunidad humana ha sido sacudido hasta lo más profundo. Vivimos una época de honda agitación. Esta guerra también lo demuestra. ¿Qué podemos aprender de ello para nosotros mismos?

La coexistencia requiere disposición al diálogo

La coexistencia pacífica presupone que ambas partes estén dispuestas a dialogar cuando se revelan puntos de vista diferentes. Si una de las partes insiste en su posición y no está dispuesta a reconsiderar la suya, o si quiere imponer sus propios intereses con todos los medios a su alcance, el diálogo no es posible. El diálogo presupone que estoy fundamentalmente dispuesto a cuestionar mi propia posición y, si es necesario, a cambiarla. Si no hay voluntad de cambio desde el principio o si la propia posición está cimentada por obstinación, el diálogo no puede conducir a un resultado consensuado. En cierto sentido, el diálogo requiere una cierta abnegación. Si entro en un diálogo solo para convencer a la otra persona de mi posición, pero al mismo tiempo me niego desde el principio a convencerme de una posición diferente, entonces estoy haciendo que el diálogo, que en sí mismo debería ser fundamentalmente abierto, sea en vano.

El diálogo requiere intentar comprender qué mueve al otro, no evaluar inmediatamente

El diálogo también presupone la voluntad de escucharse mutuamente. Escucho lo que la otra persona tiene que decir, sin interrumpirle. Si no entiendo algo, pregunto. Dejo que el otro me explique cómo piensa. Al hacerlo, no solo asimilo los argumentos, sino que intento percibir lo que mueve a la otra persona: sus experiencias, sus sentimientos, su historia.

No es raro que las posturas estén marcadas por los propios antecedentes inconmovibles, que se apoyan en argumentos fácticos. Si no me tomo en serio la preocupación personal de mi interlocutor, no puedo entender su postura. Dialogar significa no solo escuchar al otro, sino también intentar comprenderlo.

Esto significa que no evalúo inmediatamente lo que me dice la otra persona, sobre todo que no condeno inmediatamente desde el punto de vista moral, sino que primero lo asimilo todo. En cuanto se emite un juicio, se descartan al menos ciertas posibilidades. Cuanto más firme sea el juicio, menor será la posibilidad de llegar a un resultado común. También existe el peligro de que me erija en juez por encima de la otra persona, pero sin tener en cuenta que yo tampoco estoy libre de defectos.

Al mismo tiempo, tengo que dar a la otra persona la oportunidad de entenderme. Esto requiere una cierta apertura por mi parte. Si no le cuento al otro nada sobre mí o si solo le revelo una parte de mi posición, le privo de la posibilidad de entenderme. Si los interlocutores no se entienden, les resultará difícil llegar a un resultado que satisfaga a ambos.

Generando un espacio de confianza

El requisito previo para esta apertura es la confianza mutua. Cuanto menos confianza hay, menos permito que vean mis cartas porque quiero protegerme de que se aprovechen de mí.

La desconfianza significa que no estoy seguro de que la otra persona sea sincera conmigo. Pero si uno de los interlocutores desconfía, también es imposible que el otro tenga confianza. Por eso, para que se produzca un verdadero diálogo, primero tenemos que crear confianza entre nosotros. Cuanto mejor nos entendamos en un diálogo, más cerca estaremos.

Lo que nos es ajeno a menudo nos da miedo. Pero si entendemos mejor al otro, el miedo se reduce.

Dialog
Foto: Cathopic

La mejor forma de diálogo: de a tres

Desde una perspectiva cristiana, un diálogo debe ser siempre de a tres. No son solo dos personas las que hablan entre sí, sino que siempre hay una tercera persona presente: Dios. Al contar con Dios como tercer interlocutor, el diálogo se convierte en una forma de intentar descubrir juntos lo que Dios quiere decir. Si por el contrario, nos encerramos siempre en nosotros mismos y nos cerramos al otro, a menudo nos cerramos también a Dios. Si nos escuchamos abiertamente, poco a poco también oiremos la voz de Dios y reconoceremos cómo quiere guiarnos. Así, cuando ambas partes entienden el diálogo como una vía por la que Dios puede guiar, se desprenden de sí mismas y se abren a la divina Providencia.

Puede resultar sorprendente hablar de diálogo en vista de la guerra en Ucrania. La guerra se produjo porque no hubo un verdadero diálogo entre los distintos interlocutores, quizás también porque no hubo una verdadera voluntad de diálogo. Sin embargo, si somos honestos, nos daremos cuenta de que procesos similares también se dan en contextos políticos y eclesiásticos en nuestra sociedad, aunque los conflictos que surgen de la falta de voluntad de diálogo no se lleven a cabo con las armas. Pero el rechazo mutuo o incluso la hostilidad también pueden sentirse en estos contextos. En este sentido, la guerra en Ucrania es la punta simbólica de muchos conflictos a los que nos enfrentamos actualmente: por las decisiones políticas, en el debate sobre la vacunación, por la conservación efectiva de la naturaleza, por el camino de la Iglesia hacia el futuro. Así que esta guerra puede ser un recordatorio para que rompamos los frentes rígidos y nos encontremos de nuevo y con mayor apertura.