Hoy es el segundo domingo de Cuaresma y el hilo conductor de la liturgia nos muestra una experiencia personal insondable en la montaña. Tenemos la experiencia de fe de Abraham cuando entregó a su hijo, y la experiencia de los discípulos con el Maestro en el Tabor.
La Cuaresma es un viaje que hay que hacer. Hablando de camino, me ha venido a la memoria un diálogo con un amigo sacerdote, Carlos Padilla, en el que, caminando por las incertidumbres de la vida, hablábamos de este tema de Abraham y el Maestro en el Tabor.
– Carlos, es impresionante cómo Abraham vivió interiormente ese momento cuando subió a Moriah con su único hijo?
Sí, el amor de Abraham es puesto a prueba. Es un amor fiel, un amor que confía en el Dios de las promesas. A veces en la vida nos desviamos del camino recto por el que Dios nos conducía. Pensamos que la vida siempre iba a ser de determinada manera y, de repente, todo cambia. La promesa tenía un camino para realizarse. Cuando todo va mal, a menudo dejamos de confiar. La única manera de cumplir la promesa que nos ha hecho Dios parece imposible. Pero Él nos invita a esperar contra toda esperanza.
El acto de Moriah es un acto de luz, de vida. El hijo se entrega, el camino se cierra para siempre. Isaac va a morir y ésta es la mayor entrega, la entrega del hijo. Esta imagen de Moriah es provocativa. Subir allí para dar la vida. Es el valor de un sacrificio aparentemente sin sentido. El mayor sacrificio. Es la renuncia más hermosa. Entregar lo que da sentido a nuestra vida, lo que amamos con toda el alma.
¡Qué difícil es resistir! ¡Qué difícil es confiar cuando los caminos están cerrados! Es creer más allá de la esperanza. Cuando todos los senderos parecen cerrarse, sólo podemos seguir caminando. Cuando todas las puertas estén cerradas, una ventana se abrirá para darnos luz. Cuando parece que no hay salida, Dios aparece en el último momento para salvarnos. Pero seguir creyendo hasta ese momento no es tan sencillo.
El espíritu de Moriah nos lleva a estar dispuestos a sacrificarlo todo por amor a Dios. El Padre Kentenich decía: «Pase lo que pase, Dios puede quitarme hasta lo que me es querido, aunque mi felicidad quede destruida». ¡El hijo que tiene tal seguridad en la vida está completamente a salvo! Así también nosotros debemos poseer esta seguridad divina. Éste debe ser también nuestro afecto fundamental: – ¡Padre, cómo me amas! Puede causarnos sufrimiento, lo sabemos. De lo contrario, no seríamos humanos. Pero el tono dominante debe ser: – ¡Todo esto es expresión del amor divino! Y esto da seguridad en la vida, en las necesidades y preocupaciones económicas». [1]
El amor de Dios viene a sacarnos de la desesperación. Es amor que detiene nuestra mano, como lo hizo la de Abraham en el último momento. Es confianza en todo momento. Tenemos miedo de que las cosas no salgan como queremos. Pensamos: «¿Y si nos toca la cruz? ¿Y si perdemos a un ser querido? ¿Y si nos duele una enfermedad?».
– Carlos, este diálogo entre el Padre, el Hijo y Jahwe en Moriah, y el diálogo entre el Padre y el Hijo en el Tabor, ambos hablan de entrega, de amor. ¿Es ésa la actitud que hay que adoptar?
– Sí, pero nace de un acto de confianza. Me llama la atención este pasaje en medio del camino de Jesús. Es una ruptura. Algo que aparentemente no se repite en el Evangelio de una manera tan profunda. Muchas veces Jesús habla con su Padre, en la montaña, en el desierto, pero es algo entre ellos y no nos cuentan el contenido. Hoy sí. Es un día en el que la vida de Jesús se condensa, y también la de los discípulos, y finalmente, también la nuestra.
Jesús camina como nosotros con incertidumbre, con la confianza de que el Padre estará siempre a su lado, pero sin saber más de lo que le está mostrando. En el monte Tabor, el Padre les muestra quién es Jesús y un poco de lo que va a suceder. Los tres apóstoles acaban de oír que Jesús va a morir. Hoy, ven la luz de Dios cuando vivían en las tinieblas. Sufren por Jesús y ven en aquel monte una puerta abierta a la esperanza. No pueden dudar después de haber tocado el cielo.
Creo que la Cuaresma es un camino hacia el desierto, o hacia la montaña, para que Dios vuelva a seducir nuestros corazones. Es una vuelta a la intimidad con Él para revivir nuestro primer amor. Para abrir una ventana al cielo en nuestros corazones. ¿No es cierto que el primer amor, si no se cuida, se enfría y muere? Estos 40 días son una oportunidad para amar más, para decirle a Dios cuánto le amamos. Para escuchar en nuestro corazón su voz que nos busca y nos necesita: «Este es mi Hijo amado».
Es hermoso subir al monte Tabor con Jesús para escuchar la voz de Dios en nuestra alma…
Leyendo el otro día a un autor, me encantó cómo comentaba que Jesús anuncia a su pueblo un motivo de esperanza: «Dios ya está aquí buscando una vida más feliz para todos. Tenemos que cambiar nuestra visión y nuestros corazones» [2]. Jesús viene a mostrar una nueva forma de vivir. Esto hace que en la montaña se den cuenta de para qué han sido creados. Dios quiere que aprendan a dar la vida por amor: «Quiere ayudarlos a intuir cómo es Dios y cómo actúa, y cómo será el mundo y la vida si todos actuaran como Él» [3]. Volver al primer amor es fundamental para cambiar, para dar la vida sin miedo.
Para los discípulos se abre una ventana al cielo. Una montaña después del desierto. La subida es pesada, pero la vista merece la pena. El paisaje se abre. Y se ve a lo lejos. La vida se hace pequeña desde lo alto. Lo que Juan, Pedro, Santiago y Jesús vivieron allí lo atesorarán en sus corazones como un momento de intimidad único.
Podemos pensar: ¿Cuál fue mi último momento Tabor?
¿Cuál fue el momento Tabor más importante de mi vida? Ese momento, o ese lugar, o esa persona, que quiero quedarme, echar raíces, hacer mi tienda. Las personas somos así, no queremos que pase el tiempo, queremos aferrarnos a los momentos de paz, de belleza. Siempre queremos que el amor sea eterno. Porque aunque seamos limitados, en realidad soñamos con «amigos para siempre», y deseamos que lo real nunca pase, que se quede, que se mantenga dentro. Esta es nuestra grandeza, pero también nos da una sed infinita. En el cielo será así, podremos montar nuestra tienda para siempre. Ahora nos toca bajar de la montaña, pero nadie podrá quitarnos el tesoro de lo que hemos vivido. Y bajamos con Jesús. ¡Él nunca nos abandona!
[1] J. Kentenich, Vivir con alegría
[2] José Antonio Pagola. Jesús, aproximación histórica
[3] José Antonio Pagola. Jesús, aproximación histórica