“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. En María moraba el anhelo de Dios, y aceptó vivir la encomienda que se le pidió.
¿Para Dios era necesario que María fuera inmaculada? Tal vez no, sin embargo, ella hizo algo para ser una morada perfecta para su Hijo. “María fue la primera tierra pisada, conquistada por la gracia”. Esta hermosa frase de García Paredes, nos transmite el actuar divino en el corazón de una pequeña mujercita, que nació en la Tierra, pero con la mirada de Dios puesta sobre su corazón, desde el primer instante de su concepción. “Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrada” Jer 1,5.
El dogma nos habla de la nueva Eva, por lo tanto, toca el tema del pecado original, que no es un pecado cometido por nosotros, sino que es un estado contraído, no un acto. El que María estuviera exenta y preservada de pecado original nos habla de la gracia del Señor en ella, un don que le dio la verdadera libertad en la voluntad, sin dejar de lado un compromiso personal. La gracia siempre habitó en ella, y se transformó en un amor incondicional hacia Dios. Ese amor movió todo su ser para entregar cada día de su vida un “Fiat” al Padre, el cual, fue más grande y profundo conforme pasaba el tiempo, e hizo de ella un nuevo modelo de mujer para la humanidad. ¿Cómo podríamos hablar de una Nueva Eva si existiera en ella tan solo un pequeño rastro de la antigua? Imposible, en María nunca hubo pecado alguno, todo su ser es puro e inmaculado, pues solo se dejó tocar por el don del Señor.
La gracia y la voluntad pueden edificar santidad en el hombre. A María se le preguntó y ella respondió: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Pudo haberse negado al plan del Creador, pero en ella moraba el anhelo de Dios, y aceptó vivir la encomienda que se le pidió. El dogma de la Inmaculada nos habla de la vocación y consagración de la Santísima Virgen, como pura gracia de Dios. “Es Dios quien inició en ella la obra buena y la fue consumando hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1,6) Con la gracia, el Padre preparó la morada perfecta para su Hijo Jesús, y la Virgen, mujer de la tierra, acoge al Hombre Nuevo, y se regala a Él, y en la crucifixión, Jesús la obsequia a la humanidad.
En la Santísima Virgen, la Inmaculada, no había pecado, ella fue simplemente un instrumento de amor. Su presencia es discreta, silenciosa y transparente. En ella se nos revela el misterio: “Dios no ha querido aproximarse a los hombres sin los hombres”.
Todos estamos llamados a ser morada del Señor. Él espera una respuesta de cada uno de nosotros, pues la gracia despierta todo lo que nos hace semejante a Dios, y la voluntad los transforma en actos de amor y misericordia hacia nuestros hermanos.
El dogma de la Inmaculada Concepción nos debe llevar a la reflexión de lo que es ahora la humanidad sin Dios. Parece que nuestro Creador no tiene hogar, que no hay lugar para Él, pues hemos ocupado el corazón con trivialidades, lo hemos convertido en una habitación desordenada, donde la gracia espera ser liberada, necesita de la iniciativa de los hombres para encender el amor; para que nos ilumine el entendimiento y hagamos lo que tenemos que hacer, pues todo lo que hacemos de buena voluntad es mérito de la gracia que solo puede venir de nuestro amado Señor. San Agustín en una de sus frases es muy claro al decirnos: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Somos morada de Dios. Aceptarlo, nos hará sus fieles instrumentos y podremos realizar las tareas que por más difíciles que parezcan, la gracia las irá iluminando, y nuestro corazón será puro ante la mirada de Dios.