Schoenstatt – María es el lugar histórico en el que Dios se hace carne para habitar entre nosotros. Cristo es gestado en su seno, nace y crece en total dependencia de su madre. De ella aprende los primeros pasos, las primeras palabras, los primeros juegos, las oraciones de su pueblo. A su lado va creciendo en edad y sabiduría. Dios la ha escogido, ella ha dado su consentimiento libre. Y con total generosidad, junto con José, regala hogar al Redentor. Adhiere plenamente a su misión, se transforma en su compañera y colaboradora.
La maternidad espiritual de todos los hombres es consecuencia y complemento de la maternidad divina. Está fundamentada en la realidad de su asociación permanente a la persona y obra del Salvador. María es “Madre del Cristo total”, del Cristo histórico y del místico. Es Madre de la Cabeza y de los miembros (san Agustín).
El Concilio Vaticano II afirma que esta maternidad “perdura sin cesar en la economía de la gracia” ya que María jamás abandona a sus hijos, “pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio de salud, sino que continúa alcanzándonos, por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso la Bienaventurada Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador” (Lumen Gentium, 62).
El P. Kentenich resalta la presencia y acción de María Madre en nuestras vidas: “La Mujer configurada por Cristo es también la Madre que configura a Cristo en los creyentes. Ella es simplemente la que concibe y da a luz a Cristo por oficio. Como persona particular ella permanece totalmente en segundo plano. No posee ya más intereses privados, o bien, lo que significa lo mismo, su interés más personal y personalísimo, su interés más íntimo pertenece, en forma perfecta, a Cristo, tanto en su unicidad histórica como también en sus miembros. Ella está tan compenetrada por él, que pareciera casi como si se hubiese tornado parte de él. Ella es y sigue siendo, siempre y en todas partes, quien concibe y da a luz a Cristo por oficio.
El amor que María regaló al Cristo histórico lo transfiere -así piensa San Bernardo— al Cristo místico, a sus miembros. Por eso nunca estamos solos. En todas las situaciones ella dirige su mirada hacia nosotros, como lo hizo con Cristo en los días de su vida. Tal como ella calmó el llanto y el dolor del recién nacido en el portal de Belén, tal como se mantuvo junto a la cruz al lado de Cristo moribundo, aún en el momento en que él se sintió abandonado por el Padre, así nos acompaña también a nosotros, miembros de Cristo, desde la cuna hasta la tumba”.