La Hna. M. Eileen nació en Milwaukee; su padre era oriundo del norte de Alemania y con 17 años emigró a los EE.UU. Su madre nació en los EE.UU., poco después de que la familia, oriunda de Graz, Austria, hubiese emigrado a los EE.UU. A sus 16 años de edad, la Hna. M. Eileen conoció al P. Kentenich, quien por entonces vivía en la casa de los palotinos en la cercanía de la familia Johannsen.
¿Qué impresión tuvo del P. Kentenich cuando lo conoció, siendo usted una adolescente de 16 años?
Debo decir ante todo que fui a verlo para consultarlo sobre mi vocación, sabiendo que él no hablaba inglés (lo aprendió más tarde, pero por entonces hacía poco que vivía en los EE.UU.) ni yo hablaba alemán. Su secretaria tuvo que traducir; eso me resultó incómodo. Pero mi párroco, el P. Haas, sacerdote palotino, había dicho que el P. Kentenich era una persona de mucha experiencia en relación con el tema vocacional. Así pues quise visitarlo al menos una vez.
Cuando fui a verlo, se condujo con mucha amabilidad y empatía, interesándose por mis actividades diarias y hablándome con mucha llaneza. Enseguida me sentí a gusto. Así pues luego del colegio solía visitarlo, porque la casa de los palotinos quedaba en el camino a casa. Eso era en 1953. Él me preguntaba y yo le relataba todo sobre mi vida cotidiana: mi familia, las cosas del colegio, mis intereses y amigos, mi gusto por viajes y aventuras. Él manifestaba un sincero interés por todo. Yo sentía que él me iba conociendo más y más, pero hubieron de pasar meses hasta plantearle mi gran pregunta sobre la vocación. Respetó mis tiempos y jamás me impuso nada, cosa que le agradezco.
Como Hermana de María, y según la tarea asignada, usted puede vivir en comunidad o en medio del mundo. En su caso usted vive hace más de 60 años sola en Milwaukee como “externa”. ¿Cómo la preparó a ello el P. Kentenich por entonces, siendo usted joven?
El P. Kentenich quería ayudar a la gente a no dejarse simplemente arrastrar en medio de la vida moderna, sino a decidirse personalmente, desde lo interior de sí. Veía que la vida de hoy estaba en continua fluencia y lo que hoy era correcto en una situación, podía ser equivocado mañana. De ahí que acentuara tanto el valor de la personalidad libre, capaz de tomar sus propias decisiones.
Muy sencillamente me enseñó a tomar decisiones a partir de principios claros. Yo había de preguntarme siempre: ¿Por qué hago esto? ¿Cuáles son los pro y cuáles los contra? Eso hacía que se tomara la decisión con mayor serenidad evitando hacerlo sobre la base de meras emociones.
Por lo común él me preguntaba primero sobre los principios que me servirían de punto de partida para abordar el problema. Luego conversábamos sobre el asunto. Siempre respetaba mi libertad para ensayar la solución que yo encontrara; me sentía libre de hacerlo. Tener su respaldo me infundía ánimo para asumir riesgos.
¿Cuál fue su impresión más fuerte de la personalidad del P. Kentenich?
El equilibrio y la paz interior de su persona. En él esa paz brotaba de la certeza inconmovible de que, ocurriera lo que ocurriese, su vida estaba amparada en las manos de un Dios amoroso. Así lo vivimos justamente en los años del exilio, en los que se cometieron grandes injusticias para con su persona, se contaban mentiras o se tomaban medidas contra él y la Familia fundadas en informaciones falsas. Su apoyo estaba en el continuo trato de amor con Dios. Y a través de su actividad y de sus palabras, la paz de ese encuentro se transmitía a nosotros.
¿Cómo lo vivió usted?
Estando en su presencia, jamás pasaba ni siquiera un minuto sin que yo experimentara ese encuentro con Dios y su efecto. El encuentro con él llevaba directamente hacia otra realidad. A menudo mis preguntas y problemas se solucionaban espontáneamente sin que tuviera que verbalizarlos; sólo por estar en su cercanía y porque a través de su actitud, sus palabras, se derramaba sobre mí su íntima comunicación con el Padre del Cielo. Cuando yo estaba junto a él, me sentía integrada a la armonía y equilibrio que se irradiaba de él y que me parecía que ordenaban todas las cosas correctamente.
A esa experiencia de la paz que se irradiaba de él la viví como una poderosa fuerza en mi educación.
¿Y cómo era él como ser humano?
Lo experimenté como un hombre verdaderamente humano, hasta en las mínimas cosas. De él se irradiaba una sinceridad, una amabilidad, una compasión, una alegría de vivir que nos atraían. Se podía hablar con él de todos los temas. Era una persona que amaba con un corazón profundo, que tenía un auténtico interés por las necesidades, aún mínimas, de la gente que venía a verlo. También en este punto vivía él en perpetuo e íntimo diálogo con Dios, con la Sma. Virgen. Él sabía que era ella y no él quien debía obrar lo necesario en los corazones.
¿Puede darnos algún ejemplo?
Una vez nos dijo, tras haber trabajado mucho tiempo con una persona: “Ahora ya no puedo hacer nada más. Tenemos que pedirle a nuestro Padre del Cielo que se ocupe de lo que seguirá, si está en Su plan”. Su principal deseo era descubrir el plan de Dios para con la persona concreta, y ayudar a que esa persona se desarrollara de acuerdo a dicho plan.
En Milwaukee el P. Kentenich atendía pastoralmente a la comunidad de habla alemana. ¿Puede decirnos brevemente algo sobre el tema?
Era una labor a la que él se dedicaba con mucho cariño y entusiasmo. Todas las tardes reservaba un tiempo para los miembros de su comunidad parroquial. Ellos simplemente podían ir a verlo para conversar con él sobre asuntos personales o parroquiales.
Padres de familia iban a verlo para hablar sobre la educación de sus hijos y los hijos iban a verlo para hablar de sus padres. El P. Kentenich los escuchaba a todos y los acogía en su corazón. A todos quería ayudar en su desarrollo como personas. Por ejemplo, una madre le envió a su hijo porque éste se portaba muy mal en la familia. Ella quería que el P. Kentenich le hablara muy seriamente. En lugar de ello el P. Kentenich le preguntó: “-¿Qué quieres ser cuando seas grande?” “-Arquitecto”, respondió el chico con orgullo. A lo que el P. Kentenich contestó: “- Serás un día un gran arquitecto, pero primero tienes que construir la casa en tu interior”. Esas palabras bastaron; habían dado con el anhelo del muchacho, que cambió positivamente su conducta y llegó a ser también un gran arquitecto.