A las diez y media de la mañana de este jueves 23 de diciembre el Santo Padre Francisco dirigió su Discurso a la Curia Romana con ocasión de las felicitaciones navideñas. El discurso del Papa está impregnado del concepto de “humildad” en un tiempo que parece “haberse olvidado” de ella, o “haberla relegado una forma de moralismo”. Toma forma a partir de la figura de Naamán el sirio, un valiente general del ejército arameo que “junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores, la gloria, “estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso”. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Así, “Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, de un rol, de un reconocimiento social”: llega un momento, en la existencia de cada uno, – afirma el Santo Padre – en el que se siente el deseo de no vivir más detrás del revestimiento de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin más necesidad de armaduras y de máscaras.
La humildad lleva a la curación
Naamán, que, a partir del consejo de una esclava, con oro y plata se puso en camino para “buscar a alguien que pueda ayudarlo” a curarse, cuando llega ante el profeta Eliseo que le da como única condición para su curación “el sencillo gesto de desvestirse y bañarse siete veces en el río Jordán”, se resiste, por parecerle “demasiado banal, demasiado sencillo, demasiado accesible”. Pero el valiente general luego “se rinde”, puesto que “recapacita” gracias a los consejos de sus servidores: con un gesto de humildad se quita las armaduras y “desciende”, sumergiéndose en las aguas del Jordán:
«Enseguida la carne de su cuerpo se renovó y quedó limpia como la carne de un niño pequeño» (2 Re 5,14). Es una gran lección. La humildad de dejar al descubierto la propia humanidad, según la palabra del Señor, llevó a Naamán a obtener la curación.
El pecado del “habriaqueísmo”
El Papa, que hace presente la verdad “incómoda y desconcertante” que enseña Jesús: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?” (cf. Mc 8,36)” pone en guardia a los miembros de la Curia Romana, una vez más, sobre la “peligrosa tentación” de la mundanidad espiritual, que “es difícil de desenmascarar, porque está cubierta de todo lo que normalmente nos da seguridad”. Y enumera: “nuestro cargo, la liturgia, la doctrina, la religiosidad”. Hace presente la “vanagloria” de quienes “se conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando”. Soñando con “planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados”, dice el Santo Padre, se niega “nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida desgastada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es ‘sudor de nuestra frente’”.
En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre “lo que habría que hacer” —el pecado del “habriaqueísmo”— como maestros espirituales y expertos pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel» (n. 96). (…)
La soberbia, “paja” que se convierte en cenizas
El profeta Malaquías, continúa el Papa, ayuda a comprender la diferencia entre el camino de humildad y el de la soberbia (cf 3,19). La soberbia es como “paja”, cuando llega el fuego “se convierte en cenizas, se quema, desaparece”. Y “quien vive apoyándose en la soberbia se encuentra privado de las cosas más importantes que tenemos: las raíces y las ramas”. Las primeras, que “hablan de nuestra relación vital con el pasado del que tomamos la savia para poder vivir en el presente”. Las segundas, que “son el presente que no muere, sino que se convierte en el mañana, se vuelve futuro”.
Estar en un presente que no tiene más raíces ni ramas significa vivir el final. Así el soberbio, encerrado en su pequeño mundo, no tiene más pasado ni futuro, no tiene más raíces ni ramas y vive con el sabor amargo de la tristeza estéril que se adueña del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio». El humilde, en cambio, vive guiado constantemente por dos verbos: recordar y generar, fruto de las raíces y de las ramas, y de este modo vive la alegre apertura de la fecundidad.
Todos llamados a “recordar y a generar”
Recordar – hace presente Francisco – no es repetir, sino atesorar, reavivar y, con gratitud, dejar que la fuerza del Espíritu Santo haga arder nuestro corazón, como a los primeros discípulos (cf. Lc 24,32). Pero “para que recordar no se convierta en una prisión del pasado”, es necesario “generar”. Y así subraya que “el humilde genera, invita y empuja hacia aquello que no se conoce”, mientras que el soberbio, “repite, se endurece y se encierra en su repetición, se siente seguro de lo que conoce y teme a lo nuevo porque no puede controlarlo, lo hace sentir desestabilizado, porque ha perdido la memoria”. El humilde – dice aún – acepta ser cuestionado, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte gracias a lo que lo precede, a sus raíces, a su pertenencia. “A diferencia del soberbio, sabe que ni sus méritos ni sus ‘buenas costumbres’ son principio y fundamento de su existencia; por eso es capaz de tener confianza”.
Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a volver a encontrar la relación justa con las raíces y con las ramas; sin ellas estamos enfermos y destinados a desaparecer. Jesús, que viene al mundo por el camino de la humildad, nos abre una vía, nos indica un modo, nos muestra una meta.
La sinodalidad, un “estilo” al que hay que convertirse
En el camino sinodal que hemos iniciado el Papa recuerda a la Curia romana que la humildad es necesaria no sólo para encontrar a Dios, sino también para encontrar al prójimo. Sólo esta actitud puede poner en la condición de encuentro y de escucha, de diálogo y discernimiento, puesto que “si cada uno se queda encerrado en sus propias convicciones, en sus propias experiencias, en la coraza de sus propios sentimientos y pensamientos, es difícil dar cabida a esa experiencia del Espíritu”. Recuerda inmediatamente Francisco la tentación del “clericalismo” que hace pensar en un Dios “que le habla sólo a algunos, mientras que los demás sólo deben escuchar y ejecutar”.
El Sínodo es la experiencia de sentirnos todos miembros de un pueblo más grande: el santo Pueblo fiel de Dios y, por tanto, discípulos que escuchan y, precisamente por esa escucha, pueden comprender también la voluntad de Dios, que se manifiesta siempre de manera imprevisible.
La sinodalidad, subraya el Papa, “es un estilo al que debemos convertirnos”, sobre todo “nosotros que estamos aquí y que vivimos la experiencia del servicio a la Iglesia universal a través de nuestro trabajo en la Curia romana”.
La Curia no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada.
La organización a implementar no es de tipo “corporativa”, sino “evangélica”:
Por ello, si la Palabra de Dios le recuerda al mundo entero el valor de la pobreza, nosotros, miembros de la Curia, debemos ser los primeros en comprometernos a una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio proclama la justicia, nosotros debemos ser los primeros en intentar vivir con transparencia, sin favoritismos ni grupos de influencia. Si la Iglesia sigue el camino de la sinodalidad, nosotros debemos ser los primeros en convertirnos a un estilo diferente de trabajo, de colaboración, de comunión; y esto sólo es posible a través de la senda de la humildad.
Participación, comunión y misión
Tres maneras para hacer de la humildad un itinerario concreto a poner en práctica son la participación, la comunión y la misión: la primera, que “debería manifestarse mediante un estilo de corresponsabilidad”, en la diversidad de funciones y ministerios:
Sería importante que cada uno de nosotros se sintiera partícipe y corresponsable del trabajo, sin limitarse a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona.
La comunión, la segunda palabra en la que el Papa se detiene largamente, implica “reconocer la diversidad que habita en nosotros como un don del Espíritu Santo”, que “no se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de la relación con Cristo”: “nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros ambientes si no ponemos a Cristo en el centro”, subraya, e indica “lo que fortalece la comunión”, a saber, el “poder rezar juntos, escuchar la Palabra juntos, construir relaciones que vayan más allá del mero trabajo y fortalezcan los vínculos de bien ayudándonos mutuamente”.
Sin esto, corremos el riesgo de ser sólo extraños que trabajan juntos, rivales que intentan posicionarse mejor o, peor aún, allí donde se crean relaciones, éstas parecerían tomar el aspecto de la complicidad por intereses personales, olvidando la causa común que nos mantiene unidos.
He aquí que el Santo Padre señala una diferencia entre la “complicidad” que “crea divisiones, facciones y enemigos”, y la “colaboración” que “exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura al trabajo en equipo, incluso con aquellos que no piensan como nosotros”.
En la complicidad se está juntos para lograr un resultado externo. En la colaboración se permanece juntos porque nos interesa el bien del otro y, por tanto, el de todo el Pueblo de Dios al que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de quienes fueron nuestros primeros maestros en la fe.(…)La actitud de servicio nos pide, yo diría que nos exige, la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible.
La misión, la última palabra, “salva” del replegarse sobre sí mismos, de la actitud de mirar “de arriba y de lejos”, rechazando “la profecía de los hermanos”, descalificando a los demás y destacando “constantemente los errores ajenos”, con la obsesión “por la apariencia”. La misión salva de “una tremenda corrupción con apariencia de bien”, pues sólo “un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor”. Y la misión – vuelve a repetir el Pastor de la Iglesia Universal – siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “carentes”: aquellos que “carecen” de algo no sólo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales.
Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres.
La Iglesia, que “está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas y está llamada a predicar el Evangelio a todos”, sale al encuentro también porque todos “hacen falta”:
Nos hace falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a su encuentro. La misión nos hace vulnerables, nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite descubrir la alegría del Evangelio una y otra vez.
Rehuir a la lógica de la mundanidad
«Al igual que su Maestro, la Iglesia a los ojos del mundo, hace papel de esclava. Vive aquí abajo “en forma de esclava”. Las palabras de Herni de Lubac acompañan los tramos conclusivos del discurso del Papa que ha marcado el rostro, una vez más, de la “Iglesia humilde, que se pone a la escucha del Espíritu, y coloca su centro fuera de sí misma”. “No es una academia de sabios, ni un cenáculo de intelectuales sublimes, ni una asamblea de superhombres”, sino “precisamente todo lo contrario”, afirma Francisco: los cojos, los contrahechos y los miserables de toda clase se dan cita en la Iglesia (…). A todos el Sumo Pontífice desea, y a sí mismo “en particular” que “nos dejemos evangelizar por la humildad de la Navidad, del pesebre, de la pobreza y la esencialidad con la que el Hijo de Dios entró en el mundo”. Incluso los magos de oriente, dice, que “evidentemente podemos pensar que provenían de una condición más acomodada que María y José o que los pastores de Belén, se postran cuando se encuentran en presencia del niño (cf. Mt 2,11). No es sólo un gesto de adoración, es un gesto de humildad”. Y es el mismo gesto que hará Jesús en la última noche de su vida terrenal, al lavar los pies a los discípulos: un gesto que “provoca la reacción de Pedro”, pero que el mismo Jesús da a sus discípulos la clave adecuada para entenderlo:
«Ustedes me llaman “Maestro” y “Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (Jn 13,13-15).
Recordando nuestra lepra, rehuyendo la lógica de la mundanidad que nos priva de las raíces y las ramas, – es el deseo final del Papa a la Curia Romana – dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. “Sólo sirviendo y pensando en nuestro trabajo como servicio podemos ser verdaderamente útiles a todos”:
Estamos aquí —yo el primero— para aprender a ponernos de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Seamos como los pastores, seamos como los magos de Oriente, seamos como Jesús. He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Quiera el Señor concedernos ese don a partir de la manifestación primordial del Espíritu dentro de nosotros: el deseo. Lo que no tenemos, podemos al menos empezar a desearlo. Y el deseo es ya el Espíritu actuando en cada uno de nosotros.