Nació en un país pequeño, un país dominado y marginal, que formaba parte del imperio más grande que el mundo había conocido hasta ese entonces. Vivió en una pequeña aldea, unas pocas y humildes casas, un punto insignificante en la extensa geografía del imperio.
Según las costumbres de su pueblo y de su tiempo, hasta los doce años era considerada una niña, pero a los doce años y un día podía ser prometida en matrimonio. Siguiendo esa tradición fue prometida a un carpintero llamado José, de la tribu de David, quien a partir de ese momento tenía potestad sobre ella.
Su proyecto de vida: formar una familia, tener hijos, envejecer junto a su esposo, terminar en paz sus días, se vio trastocado cuando Dios intervino en su vida.
Un embarazo inesperado.
¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Quién creería lo increíble? ¿Con qué argumentos enfrentaría la murmuración, la maledicencia, el descrédito y la lluvia de piedras que pondría fin a su vida según lo autorizaba la ley mosaica?
Le fue prometido que su hijo sería grande, se lo llamaría hijo del Altísimo y que su reino sobre la casa de David no tendría fin, pero ninguna promesa sobre ella, ninguna seguridad sobre su destino final, no se le auguraba ningún porvenir venturoso.
Humanamente quedó sola.
La sostuvo la fe. La sostuvo la confianza en Aquel en quien creía. No importaron las murmuraciones, ni siquiera la amenaza de las piedras. Vivía en una gozosa intimidad con Dios. Por voluntad del Padre y por obra del Espíritu, el Hijo anidaba en sus entrañas.
Continuó su vida sencilla.
La madre de Dios horneó el pan, preparó la comida, acarreó el agua de la fuente, lavó la ropa y la vajilla, vivió con Dios en lo cotidiano, lo trivial se transformó en sagrado ante sus ojos.
