Hay batallas en la vida que merecen la pena afrontar con determinación: contra la injusticias, la desigualdad…

Cuando el Padre José Kentenich tuvo su primer contacto con sus jóvenes alumnos, estos vivían una fase de revolución. Y no era para menos. Las reglas en la casa en Vallendar eran muy exigentes. La nueva normativa imponía obligaciones que determinaban desde las horas en las que podían hablar hasta la frecuencia con la que debían limpiarse los zapatos.

«Mirar por la ventana se considera mal comportamiento. Solo se puede comer a la hora de la comida. Está prohibido subirse a los árboles o colgarse de sus ramas…» Estos son algunos ejemplos de normas, por no hablar de los castigos físicos y las reprimendas públicas que se utilizaban en la formación de los jóvenes, como era normal en la educación en esos tiempos en Alemania.

Una batalla que vale la pena librar

Max Brunner, como tantos otros, vio en estas rígidas normas un motivo de lucha. Max «fue un buen estudiante durante su primer año y medio, pero cuando el nuevo curso escolar comenzó en la Casa Nueva en septiembre de 1912, se vio envuelto en la crisis pro-libertad. Aunque entonces estaba en el tercer curso -lo que le hacía más joven que la mayoría de los ‘rebeldes’-, rápidamente se convirtió en uno de sus líderes, haciendo travesuras, como dar codazos a los demás en los pasillos, y empezando con el ‘bostezo contagioso’ -bostezar para que toda la clase bostezara también-. Sus calificaciones bajaron considerablemente y su disposición, antes sonriente, se volvió sombría y deslucida. Comenzó a sentir en su interior una creciente lucha por su identidad» [1].

 

Llega un nuevo profesor

El Padre Kentenich entendía bien a los jóvenes y era «diferente a los demás profesores», como señalaron. Incluso intercedió pidiendo el fin de los castigos corporales. Sin embargo, aunque estaba de acuerdo con la causa, el Padre Kentenich no apoyó los actos de rebelión, porque valoraba el respeto a las autoridades. ¿Qué hizo entonces? Merece la pena, para quien pueda, profundizar en los métodos pedagógicos que el Padre Kentenich utilizaba ya en aquella época. En resumen, en las clases avanzadas, estimuló la formación de la Asociación Misionera; en la clase de Max Brunner, trató la revolución juvenil creando pequeños debates sobre los conflictos internos y externos de la vida de un joven estudiante e intentó despertar el interés y la alegría del trabajo en grupo.

Como conclusión, los chicos de la clase de Max se convirtieron en los pioneros y fundadores de la Congregación Mariana Menor, la que dio origen a Schoenstatt.

Max se convirtió entonces en un revolucionario sin causa.

A diferencia de sus compañeros, Max Brunner era un gran opositor a la Congregación Mariana. No estaba de acuerdo con la fundación y quería seguir luchando contra todo y contra todos.

«Max tenía dudas sobre si seguir adelante. Ya había invertido demasiado en la revolución como para dejarse marginar por algún ‘truco de magia’ del director espiritual. Puso aún más empeño en mantener viva la rebelión, pero fue perdiendo sus partidarios uno a uno, y terminó solo… Decidido a no dejarse ganar por nada, Max estudió cuidadosamente la mejor manera de boicotear este plan, o sea, la formación de la Congregación Mariana”. [2].

Él mismo cuenta: «Cuando todavía estábamos en la tercera clase, se formó una organización a la que se unió un gran número de estudiantes. Era un tema que no me gustaba en absoluto, por lo que me opuse con toda la hostilidad que pude reunir. Mi misión se convirtió en asegurar que este «club de remo» no ganara más miembros. Empecé a enviar bromas y a ridiculizar a todos los que pertenecían a ella».

Brunner hacía cualquier cosa para molestar a los miembros de la Congregación Mariana: «Me atacaban verbalmente, pero no podían hacerlo físicamente, porque eso iría contra la regla. Me habría gustado que me ganaran, pues una derrota así habría sido una victoria», llega a decir [3].

¿Cómo es que dio vuelta el juego?

A medida que Max verbalizaba su opinión, también se sentía cada vez más incómodo con una pregunta que se hacía a sí mismo:

«¿Qué te hizo María para merecer tu oposición?»

En el retiro de otoño, no pertenecía a la Congregación, pero prestó mucha atención a las palabras del P. Kentenich: «Creo que surgirá un santo entre los que hoy hacen su retiro». Más tarde, Max escribió: «¿No podría yo también ser este santo? Si otros lo han logrado, ¿por qué yo no? Sí, quiero. Sí, quiero. Sí, quiero. Quiero luchar con todas mis fuerzas para convertirme en un gran santo». [4].

Finalmente, se entregó al camino de la revolución que el Padre Kentenich había trazado con los estudiantes: la consagración a María.

Al final, fue su amor por María lo que dio vuelta el juego.

“Poco a poco, Max perdió la voluntad de luchar [contra la Congregación] y cuando su clase obtuvo la autorización provisional para entrar en la Congregación, empezó a ir a las reuniones para no tener que estar solo en la sala de estudio. No se sentía integrado, pero disimulaba su neutralidad haciendo algún trabajo para el grupo de vez en cuando. Le preocupaba pensar que estaba ‘siguiendo a los demás’, que se había convertido en uno más del grupo. Al final, sin embargo, tomó la firme decisión de solicitar la admisión en la Congregación, y fue gracias a su amor por María que pudo atreverse a hacerlo»[5].

El día de su admisión en la Congregación Mariana, el 8 de diciembre de 1914, pronunció su frase más famosa: «¡Veo la bandera de la Virgen bien alta! Mis ojos ya no se apartarán de ella y en la hora de mi muerte mis labios murmurarán: ¡Ave Imperatrix! ¡Morituri te salutant! (¡Salve, reina! Los que están dispuestos a morir por ti, te saludan)».

Su vida cambió por completo a partir de entonces, incluyendo sus calificaciones, siempre esforzándose y entregándolo todo al capital de gracias. El 23 de abril de 1917, su Reina tomó su entrega en serio.

¿Qué podemos aprender de Max?

Hay tantas cosas que su vida puede inspirar. Veamos algunas de ellas:

– Elegir las batallas y causas justas

– Tener la humildad de cambiar una decisión

– Respetar la opinión de los demás

– Estar vinculado a los compañeros

– Que el amor a Jesús y María sean una brújula

«¡María, ahora soy verdaderamente tu hijo! Concédeme la gracia de no olvidar nunca mis deberes de hijo tuyo. María, permíteme ser pequeño, pero hacer grandes cosas» (Max Brunner).

 

N. d. T.: Max Brunner fue convocado en 1916 por el Ejército Alemán a luchar en la Primera Guerra Mundial. Fue una persona entregada de alma a la María, ardiendo por la misión de Schoenstatt. En la batalla de Arras, el 23 de abril de 1917, los ingleses cruzan la línea de fuego, atacan y un fragmento de una granada impacta en el pecho de Max, matándolo. En 1934, un grupo de seminaristas excavaron su tumba y llevaron sus restos a Schoenstatt. Fueron velados en la Casa de Alianza junto con los de Hans Wormer, y luego se enterraron ambos detrás del Santuario Original, como muestra de su entrega por la misión de Schoenstatt, por la cual ardieron y se entregaron. Podemos afirmar que Max hizo realidad las palabras “¡Salve, Reina! Los que están dispuestos a morir por ti, te saludan”. Unas 4.500 personas asistieron a esta ceremonia junto al P. Kentenich en Schoenstatt. Más tarde el P. Kentenich escribió una biografía sobre Max, y la publicó en la revista MTA, acentuando el fervor con el que el joven vivió su ideal personal en el sendero de su vocación personal.

[1] NIEHAUS, Padre Jonathan. Héroes de Fuego – La fundación de Schoenstatt

[2] Ibid

[3] Ibid

[4] Ibid

[5] Ibid